Sobras suelen vestir

Por Omar Genovese

La muerte de César Aira de Francisco Bitar, 7vidasediciones, diciembre 2023

Existe cierto entuerto fúnebre al publicar una novela, así sea breve como La muerte de César Aira. Su título, contundente, despeja dudas sobre un hecho literario: “Muere, mientras duerme, César Aira.” Francisco Bitar, hábil, abre la cripta evocando en esa frase el tiempo eterno de otro comienzo, memorable: Call me Ishmael. Que Enrique Pezzoni convirtió en “Pueden ustedes llamarme Ismael”, a lo que un Aira con vida redujo a la humorada: “Podéis tutearme”. Frase que un nuevo traductor de Moby Dick, Andrés Barba, adjudica a Javier Marías. Ni Melville ni la ballena acusan la confusión, mientras tanto Aira muere. Es decir, poco importa la verdad, sí la imaginación.

En este pacto de confianza el texto especula sobre cómo, cuándo, dónde, las circunstancias, las reflexiones y consecuencias cósmicas (más bien cosmológicas en un universo escaso), en que tal deceso se desparrama por los territorios de la literatura. Porque hay un muerto que precede al reciente: Osvaldo Lamborghini. Y a este el gran ausente (y  presente en demasía), conocido como Borges. Y a esos dos Sarmiento, y a esos tres, Echeverría. Pero aquí no hay gauchos, y eso que Aira viene del campo. Se bajó del caballo en un territorio desolado, puro palabrerío.

Así las cosas: aquí me pongo a cantar. Bajito sí, con la precisión quirúrgica de un ente supremo por toda condición humana. Bitar viste su prosa como si fuera la Muerte misma dándose el gusto de expresar con el ingenio infinito que aborda eso de hacer del vivo un muerto, a secas. Una presencia inmanente, un ente tan fantástico como ineludible, está en todo y sus partes. La muerte, así narrando, es la fe infantil en el relato que comienza, y vuelve, vuelve siempre, al sencillo “había una vez”.

Dado un habla al temido ente, las sobras suelen vestir la obra del caído en la existencia. No está, algo la borró, tal vez la omite el acto de escribir sobre el fin del escritor. Un último acto, que en lo inevitable de su consumación, también genera preguntas: ¿a dónde van las manos? ¿Serán profanadas y algún lector usará la piel como guantes para escribir haciendo honor al mismo Aira? ¿Qué pase de magia o conjuro nos salvará como lectores? Lectores a los que el óbito trató como meros idiotas.

“Pero no es ni joven ni nuevo el rostro de Aira. Por su brillo, listo para alguna especie de inauguración, se diría que se trata de la cara de alguien que no ha vivido.” Entonces, la Muerte que escribe se ocupa también de la filosofía de un ser que agotó su tiempo. Y así el retruécano, que también es homenaje al acto de agotar toda deriva de un posible relato exhaustivo: primero Kant, después Kafka, acaso Poe prolongando eso siniestro que, sin culpa, el lector disfruta porque sí, porque él también se llama Ismael. Algo que el occiso no tuvo en cuenta y se le volvió “en contra”.

Porque se acabó la farsa, llegaron los lectores que, también, son escritores. Círculo infernal que recrea, con astucia, a la Muerte escritora hacedora de las suyas, que plantea una aventura de aproximación: en cualquier momento regresa, indolente.

Publicado en el Suplemento Cultura de Perfil Diario el 7/01/24