Por Omar Genovese
Sobre La tierra de los hijos, de Gipi, Salamandra Graphic, Barcelona, 288 páginas, traducción: Regina López Muñoz, abril 2018.
Gipi es seudónimo de Gian Alfonso Pacinotti, ilustrador y director de cine italiano. Sepa el lector buscar más sobre él en internet. Aquí reflexionaremos sobre su última novela gráfica. Para ello cabe destacarse el concepto de experiencia estética en el género que trata, donde confluyen la puesta en escena, el dibujo, la secuencia, el encuadre y la síntesis del lenguaje. Por sobre estos factores anida el tiempo, que no es cinematográfico, ni efecto de los giros de un estilo derivado de palabras, sino el conjunto que arrastra la mirada más allá de cualquier disciplina del sentido. Y ahí el pase mágico de Gipi porque no existe marco de referencia. Algunos datos inquietantes de este libro: fue impreso en Slovenia, traducido del italiano por una editorial española, sus páginas no están numeradas y las mismas se dividen en tres recuadros máximos que evocan el mayor formato cinematográfico, 70 milímetros. Toda la obra es en plumín con tinta negra, más rasgos de acuarela al tono, casi imperceptible. En tal diversidad confluye la cifra de su misterio.
La crítica sobre el cómic es injusta y lo más grave es la frontera que coloca a su materia al ignorar el cine, la literatura, incluso el efecto de su propia ejecución. De hecho, “la historia” (la deriva de los personajes) tiene un paralelismo en O Matador, film del brasileño Marcelo Galvão, estrenado en noviembre pasado. Existe ahí asomo del precursor desde el futuro, llamativa coincidencia, casi espejo frente a espejo. En supuesto futuro (o en un presente en territorio abandonado por todo tipo de civilización), un hombre rudo cría a dos hijos, solo. El mayor presenta cierto retraso mental, el menor es inquieto, audaz. Ambos desconfían del desamorado padre, ambos terminarán ocupando su lugar en una zona de esteros deshabitados, pero recorridos por seres amenazantes fanatizados por un dios circunstancial. El canibalismo es motor del trueque, y los pocos que se arriesgan a vivir en comunidad son escaldados, sus rostros fagocitados, los rehenes como esclavos. En apariencia, el padre lee y escribe, no enseñó a los hijos, y ellos ven cómo cada noche él se ocupa en un cuaderno. Ése saber genera desconfianza. Qué existe ahí, qué es la palabra del padre, sino el maltrato en lo real.
El lector tendrá acceso a eso escrito: varios encuadres de párrafos manuscritos, letra garabateada, ininteligible, con manchas de agua, tal vez lágrimas, en una lengua inventada o imitación, también infantil, de un padre que tampoco sabe leer y escribir, pero disimula. En sí, ése cuaderno, ése garabato infinito de significado incierto, es la piedra de toque, cuyo significado nunca será revelado, pero que es motor mismo del destino de los hermanos. Como en O Matador, la crianza en la ignominia brutal desembocará en violencia concreta por la supervivencia, sin eufemismos ni justificaciones. Un punto que, de imaginar el predominio humano sobre otros homínidos que fueron contemporáneos en el origen, lo cruel ya no importa, nada importa sino la preservación de la propia vida ante el hambre.
Existe cierta tendencia a imaginar esto como un escenario post apocalíptico. Pero la pureza de los trazos, la secuencia de escenas, refieren más a ese espanto que sembró Estado Islámico en los esteros secos del desierto entre Siria e Irak. También al abandono de los pueblitos mexicanos a la violencia cuasi tribal de bandas criminales (maras) y sicarios de la droga. En el primer tercio del relato, los mellizos encuentran cadáveres flotando, ¿acaso no son los migrantes africanos que intentan cruzar el Mediterráneo y naufragan en el intento? El simbolismo de la novela / imagen que logra Gipi introduce el filo de lo siniestro hasta el origen de la mirada, tan saturada por series, films sobrevalorados, guionistas émulos de un Shakespeare insomne.
Publicado el 26-08-18 en Suplemento Cultura de Perfil Diario.