Otra memoria de Funes

Por Omar Genovese

Como corderos de Juan Machado, Azul Francia, marzo 2024

«El viaje duró lo que duran las voces muertas en la cabeza, las cosas sin tiempo.» El campo es esa forma del fraseo que, llevada al extremo de su propia soledad, lo convierten en llanura. Pero con un detalle sobre lo calamitoso del ser narrado (aquí, con ustedes “los Funes”): que puede ser cualquiera el narrador, incluso el más muerto de esa familia unida por un espanto al que ellos mismos exceden con el sufrir porque sí. Al resquebrajar el tiempo, Machado utiliza la vacilación de los sentidos. Qué es lo visto, qué lo olfateado, qué esa imagen del otro fallido, como roto, loco, esclavo de alguien. Siempre esclavo pero sin grilletes.

No son estos Funes los memoriosos. Al contrario, para eso están las fotos, las estampitas de los hijos caídos en otros combates de una guerra permanente de la  Madre, a su vez la madre de todos los presentes y ausentes, que no pone el grito en el cielo sino en la pieza con rincones húmedos, abandonados, en el encierro de su locura. Luego el cura del pueblo oficia de rector para el abuso. Un inquisidor pervertido por el deseo incontenible, destello que lo impulsa. Dañar porque sí, porque el poder no necesita justificación alguna. Hace misal y en el pueblo está el poder que retorna a esa familia como excelente víctima, a punto.

Pero es el Padre, que no tiene nombre, o si lo tiene disimula, que cuelga a los hijos para corregir el árbol en el aire. El casi muerto es casi vivo. Ni un animal, o sí. Corderos de otro experimento, o del corredor de todas las infamias. Aquí no hay historia, ni universal. Huella, polvo y caballo. Imposición y resignación. Cada lechón sin teta. Pero no hay gritos, solo escritura: “Escribo porque sé que nadie me va a leer. Escribo porque nadie de nosotros escribe. Escribo porque es más fácil que hablar. Escribo porque no me queda otra. Escribo y sigo escribiendo porque sé que no hay a dónde volver.”

A esto sigue una estampida de calamidades: todas rozan a los Funes. Del Padre al tío, del más grande al más chico, de Haydee al que vino con fallas. Es más, la calamidad es la existencia que conjura contra todo realismo. Entonces, lo que se dice sobre el pasado muta en presente: «En mi recuerdo. Yo estaba ahí, siempre ahí, como sombra de los demás.» El lector de esta novela queda atrapado en tal circunstancia, amarrado, asido al pozo indiferente para todos los muertos.

El hábitat común es la llanura en una estructura que se vuelve contra sí misma. Árboles quietos como si los fueran a fusilar. Malevaje de sangre, armas como objetos adorados; la violencia hace de su gratuidad ritos y siempre en el espacio cerrado. «Sobre una silla, la silla vieja, qué silla no era vieja en esa casa, quién de todos nosotros no era viejo en esa casa.»

En Como corderos está toda la gauchesca y mucho más, un exceder el margen de la cita masticando las palabras con otra saliva, la del dolor. ¿Juan Machado escribió una nueva tradición? Ahí está la clave. La novela argentina aquí confirma su saludable replicación, infinita y austera.

Publicado en el Suplemento Cultura de Perfil Diario el 19/05/24